CAPÍTULO 1: Situaciones desesperadas, medidas desesperadas
—¡Josefina, espera! —eso fue lo único que pudo decir antes de ver salir corriendo a su sirvienta escaleras abajo gritando el nombre de su padre.
Como todas las mañanas, la doncella había ido a echar madera a la chimenea pero el ruido de los troncos despertó sobresaltada a María. Josefina al bajar la mirada para disculparse fué cuando vio aquel sombrero bajo la ventana y supo al instante quién era la persona que se encontraba en el lecho junto a su señora.
Lo único que pudo hacer María para ganar tiempo fue atrancar la puerta.
—Alex... Alex —la hija del capitán saltó de la cama— ¡Por dios, Alex! mi padre viene hacia aquí —le lanzó su ropa a la cabeza haciendo que se despertara.
—¡¿Qué pasa, preciosa?! —su voz aún sonaba dormida— ¿a qué viene tanta prisa?
—¿Te acuerdas de mi padre?
—Sí, claro. Cómo olvidar al valiente y estratega capitán Gonzalo Fernández de Córdoba, pieza clave de la reconquista de Nápoles y poseedor de la Rosa de Oro, concedida por el mismísimo Papa Alejandro VI —comentó Alex con sarcasmo.
—Pues como no te des prisa y te largues de aquí, ese superhombre te va a patear tu precioso trasero.
—¡Derriben la puerta! ¡Hay un intruso en casa y le quiero vivo! —el “Gran Capitán”, subía enérgicamente las escaleras hacia la habitación de su hija detrás de cuatro de sus guardias armados con bayonetas.
—¿Él es el que está haciendo tanto ruido? —Alex entendió la urgencia de la situación y comenzó a vestirse a toda prisa—. Pues entonces será mejor que me vaya. ¿Te importa que no me quede a saludarle? —su sonrisa burlona volvía loca a las chicas y estaba claro que María había sucumbido a sus encantos.
—Tranquila, mi capitana, le diré que tenías cosas que hacer. ¿Volverás? — la miró con ojos suplicantes.
—Es posible, pero procura que tu padre no esté en casa, odio despertarme con tanto sobresalto —dijo mientras se acercaba para dar un último beso a su preciosa amante.
—¡Maríaaaaa! ¡Abre la puerta de tu cuarto inmediatamente! —escuchaban con los golpes.
Alex ocultó sus impresionantes curvas bajo una ropa de marinero, cogió su sombrero y la daga que le regaló su padre en su dieciocho cumpleaños y salió por la ventana descolgándose por la enredadera, justo en el momento en el que el capitán irrumpía en el dormitorio con sus cuatro esbirros.
—¿Dónde está? —su padre no dejaba de buscar en los armarios, bajo la cama,...— ¡Contesta!
—¿Dónde está quién, padre? No sé a qué te refieres. Me acabo de despertar y estoy un poco desorientada —María estuvo rápida con su respuesta pero su padre no parecía satisfecho.
—¿Me vas a negar que has pasado la noche con Monterrey? Lo siento pequeña, pero ese sombrero es inconfundible. Cuando Josefina me lo describió, no tuve la menor duda —Gonzalo se acercó a su hija con paso firme—. O sale ahora mismo de su escondite o te juro por Dios que será la última vez que le veas. Ya se me escapó una vez: no habrá dos —la voz iba cargada de rabia contenida y transmitía la sensación de hacer realidad sus amenazas.
—Padre yo... —sintió que no tenía salida.
De pronto el ruido de un disparo desvió la atención de ambos e hizo que se asomaran a la ventana.
—¡Alto!¡Esto es una propiedad privada! —gritaba uno de los soldados en el jardín a la vez que recargaba de nuevo su pistola.
—¡Rápido! ¡Bajen a detenerle y esta vez, no duden en matarle! —ordenó Gonzalo a sus hombres mientras intentaba divisar al intruso.
—Pero padre... —María lloraba desconsolada.
—Tú ya has dicho bastante. Ya hablaremos cuando esto acabe —sentenció mientras salía del cuarto, sable en mano.
Álex escapó al disparo de milagro, haciendo que el árbol tras el que se escondió, le sirviera de escudo, pero no pudo evitar que el proyectil le rozara el brazo provocándole un leve escozor. Se maldijo por no haber localizado al soldado que le disparó pero ahora lo único que importaba era salir de allí y, a ser posible, sin más heridas de guerra. Como por arte de magia, las puertas de la finca se abrieron para dejar paso a un carruaje, tirado por cuatro caballos. Sin pensarlo dos veces, subió a la parte más alta del árbol y cuando el carruaje pasó a su altura, se lanzó sobre el cochero, haciendo que éste cayera al suelo, y logró hacerse con las riendas.
Frenó los caballos justo en el momento en que el Gran Capitán y sus soldados, salían por la puerta con las armas cargadas y apuntando en su dirección.
—¡Mierda! —soltó Alex tratando de gobernar aquel carruaje para que tomara la dirección opuesta a la que llevaba.
—¿Pero qué pasa cochero... —Eleonor Richmond se asomó por la ventana del carruaje al sentir la brusca parada y al ver el espectáculo se quedó muda.
—¡Lo que me faltaba! —espetó Alex, cuando se dio cuenta de la presencia de aquella mujer—. Agárrate fuerte si no quieres salir despedida de tu cómoda estancia.
Los soldados se disponían a disparar pero Gonzalo ordenó de inmediato que bajaran las armas al descubrir que la hija de Lord Richmond, capitán de la flota inglesa, estaba en el interior del carruaje.
—¡A los caballos! Ese malnacido acabará en la horca como que yo me llamo Gonzalo Fernández de Córdoba.
A pesar de la rapidez de sus perseguidores, Alex consiguió la ventaja necesaria para acercarse al núcleo de la ciudad y poder perderse por esas calles que tan bien conocía.
—¡Quién es usted!. ¡Pare el carruaje ahora mismo! —Eleanor intentaba hacerse oír en medio del estruendo provocado por los cascos de los caballos golpeando el suelo empedrado.
—No se preocupe señorita, enseguida me perderá de vista.
Cerca de la Iglesia Mayor , Alex frenó bruscamente y con la agilidad de un felino se coló en el interior del coche ofreciéndole la mano a la mujer. Fue inevitable fijarse en sus magnéticos ojos verdes y ese cabello ondulado que le caía sobre los hombros.
—¿Quién demonios es usted? —interrogó de nuevo Eleanor con la respiración acelerada por el miedo.
—No es momento de presentaciones —sacó la daga que llevaba oculta en la cintura y la acercó a su cuello, sin la menor intención de hacerle daño— si no quieres que te mate te mantendrás en silencio y me acompañarás.
Eleanor hizo caso a su raptor pues tenía miedo de que hiciera realidad su amenaza. Ambas bajaron del carruaje y Álex azotó a los caballos haciendo que de inmediato se pusieran al galope. Se escondieron detrás de un carromato que estaba tras ellas, a la espera de que sus enemigos siguieran el rastro del coche de caballos. Sujetaba a Eleanor por detrás, con una mano tapando su boca y la otra bloqueando sus brazos. La tenía tan cerca que sentía el acelerado latido de su corazón. Pensó que en otras circunstancias, aquella mujer supondría un interesante reto. Su pensamiento se desvaneció ante el ruido de los caballos enemigos galopando y alejándose de ellas. El plan había funcionado y era momento de liberar a su rehén.
—El final del trayecto ha llegado, señorita... —susurró Alex mientras separaba lentamente sus manos.
La mujer se separó y se giró para mirarle a los ojos mientras trataba de controlar su respiración.
—Eleanor.
—Un placer Eleanor. Ahora sí, me presento: mi nombre es Alex de Monterrey. Lamento mucho haberla conocido en estas circunstancias pero entenderá que la situación requería medidas desesperadas. Sólo espero que sepa volver a la casa del Gran Capitán.
—¿Y cómo sé que no me seguirá? —algo en ella pedía que aquél no fuera su único encuentro.
—Sólo pídamelo —ahora la mirada de Alex era desafiante—. Jamás me negaré a nada que salga por esos labios —se acercó tan peligrosamente que Eleanor tuvo que dar un paso hacia atrás.
—Por favor... —aquellas palabras sonaron como un leve susurro. Alex cogió la mano de aquella atractiva mujer y lentamente recorrió el camino hacia sus labios, para, en el último momento, girarla y darle el beso en el interior de la muñeca. Sintió el pulso acelerado de Eleanor, la cual, sin dejar de mirar aquellos ojos tan intensos, tragó saliva y recuperó fuerza para terminar su frase— ...no me sigas.
—Si ese es su deseo, desapareceré ahora mismo pero tengo la sensación de que volveremos a vernos pronto—se cercioró que ninguno de sus perseguidores estaba cerca y desapareció por una de las calles dirección a la Puerta de San Ginés.
Cuando Eleanor reaccionó, estaba sola con sus dedos recordando aquel roce que le hizo estremecer. Alex conocía cada rincón de aquella ciudad y en cuestión de minutos, llegó a la parte trasera de la taberna de su tía Elvira. Entró por la despensa, consiguiendo que la cocinera tirara al suelo la cazuela que llevaba en la mano.
—¿¡Es que no te han enseñado a llamar!?— su prima Juliana sería una buena camarera de no ser por su peculiar belleza que le había garantizado un puesto en el último rincón de la taberna: la cocina, dónde nadie la vería.
Alex siempre le decía que los hombres no sabían valorar su hermosura y que, como cocinera, no tenía parangón. Juliana nunca supo si lo que su prima decía era cierto o no.
—Ya sabes lo mucho que me gusta sorprender a una mujer —contestó mientras se metía un pedazo de queso en la boca.
—Pues ya puedes ir a ver a mi madre, que anda preocupada porque anoche no viniste a dormir.
—Le dije que vendría a dormir, pero no le dije a que hora.
—Eso se lo explicas a ella —Juliana terminó de preparar las verduras para echarlas al guiso.
Desde que falleció su madre, su tía Elvira, hermana de su padre, se había encargado de ella como si fuese una hija más. El trabajo de Eduardo, le hacía estar mucho tiempo fuera y estaba claro que un barco no era lugar para una niña de apenas cinco años. Así que, en las largas temporadas que su padre pasaba en alta mar, comerciando con especias y realizando trabajos esporádicos para la Corona, Alex se quedaba en casa de su tía. Sabía lo mucho que le debía, por eso fue a pedirle disculpas por su ausencia.
—¡Un día de estos me vas a matar a disgustos! —su tía la abrazó tan fuerte que casi la dejó sin respiración.
—¡Tía....oxígeno!— imploró Alex.
—Sí, claro...¡oxígeno te voy a dar yo como me hagas lo mismo otra vez!— ahora parecía enfadada pero aquel sentimiento no duraría mucho.
—Ayer estuve con los chicos y sabes que con ellos nada malo me puede pasar.
—Esos chicos...no te convienen.
—Me lo has dicho mil veces, querida tía. Pero sabes muy bien que me respetan y que hicieron una promesa a mi padre de que me cuidarían siempre. Por cierto, vendrán a comer ese potaje tan rico que está preparando mi prima.
—No tienes remedio —Elvira se dio por vencida—. Está bien, pero nada de peleas ni de ron.
—Lo intentaré pero no te prometo nada —se acercó y le dio un beso en la mejilla—. Eres la mejor tía del mundo.
—Soy tu única tía —le dijo con una sonrisa mientras la veía salir de la taberna dirección al puerto—. Y prueba a vestir como una mujer de vez en cuando.
Alex se dio la vuelta y le soltó: —Sabes que no sería yo....
—Digamos que soy una mujer muy observadora. Entonces, el picaporte de la puerta giró, justo en el momento en que terminaba de cerrar el último cajón sin encontrar nada.
—¿Te han herido? —exclamó, preocupada, obteniendo una negativa por respuesta—. Entonces ¿Qué ha pasado esta noche?
Los chicos ya habían salido del camarote cuando la capitana se quedó a solas, con su puerta cerrada con llave, y habiendo dado la orden de que no la molestaran. Se tumbó en su cama, con la brújula de su padre en la mano, y siguió repasando mentalmente el plan hasta que alguién llamó a la puerta. Malhumorada, se levantó a abrir, mientras decía: —¿Quién demonios viene a molestarme? Os he dicho que no me...
—No le vi pero sus palabras, susurradas, fueron: “Te dije que nos volveríamos a ver”. Y después, desapareció.
—¡Míralas! —su mujer había salido al balcón a buscarle y le cogió del brazo—Parece que fue ayer cuando venían con los vestidos sucios y rotos de estar correteando por el jardín.
Fue ese recuerdo el que hizo que se despertara sobresaltada horas después con la respiración alterada, confusa y con una sensación extraña en su interior. No recordaba el sueño nítidamente, solo fragmentos, que todavía la alteraban, en los que aparecían de nuevo esos labios pero que esta vez, besaban lentamente su cuello para recorrer el camino hasta su boca, rozando ligeramente con su lengua, la comisura de sus labios. Sentía la presión de su cuerpo que la retenía, su mirada provocadora, el roce de la yemas de sus dedos cerca de su pecho agitado por la excitación, la necesidad le quemaba por dentro, solo unas palabras la sacaron de su sueño.
—¿Está seguro de que la han robado? Dijo que escondió esa brújula en un lugar muy seguro —Frederick se estaba poniendo nervioso—. Está claro que alguien de su servicio tiene demasiada información.
CAPÍTULO 8: Operación burdel (2ª parte)
Alex miraba nerviosa el reloj, que ya marcaba las doce y media, pensando que no sería capaz de repetir aquella experiencia otro día. Ni siquiera era capaz de entender cómo podían aquellas mujeres pasar por eso. Terminó de fregar el último vaso que quedaba en la barra cuando la puerta se abrió.
Estaba tan sumido en sus pensamientos, que no se dio cuenta de que Alex y Frederick ya no estaban en la mesa. Avisó a Miguel, y se colocaron junto a la puerta de la habitación, esperando la señal de la chica.
CAPÍTULO 2: Después de la tormenta ...
Tras la copiosa y exquisita comida, Alex y sus chicos, fueron a terminar la fiesta al “Alexandra II”. Aquel barco tenía su propia leyenda. Su padre lo encontró sin tripulación, en uno de los viajes que realizó al Nuevo Continente. A los pocos días de salir del puerto de las Barbados, uno de sus hombres, divisó una sombra a lo lejos. Tras asegurarse de que se trataba de una embarcación, decidieron abordarla. Su sorpresa fue máxima cuando descubrieron que nadie manejaba aquel timón y que, la comida y demás provisiones, apenas habían sido tocadas. En el cuaderno de bitácora, una última anotación, firmada por el Capitán Valverde: “ El Santa Elena, deja el puerto de Hamilton, rumbo a Puerto Príncipe, encontrándonos en este instante a dos millas de la costa de las Bermudas. Nuestra velocidad es de tres nudos y la condiciones atmosféricas son óptimas para alcanzar nuestro destino en el tiempo estimado.”
Eduardo de Monterrey, a pesar de que creía en las supersticiones, como todo buen pirata, decidió aplicar la ley marítima y apropiarse del barco ya que nadie se encontraba en él para reclamar su titularidad. Estaba claro que el botín encontrado, ayudaría a mantener a las familias de su tripulación, al menos un par de meses y eso tenía más peso que una superstición.
—¡Ya tengo los nombres! —dijo triunfal Alex, mientras todos la vitoreaban levantando sus jarras para apurar luego la bebida de un solo trago.
—No pensaba que lo lograrías —comentó su gran amigo Carlos, al que conocía desde los cinco años y con el que creció en aquel barco.
—¿Dudas de mis dotes seductoras?... No hay mujer que se resista a Alex de Monterrey —sonrió y se quitó el sombrero a modo de reverencia.
—Debió ser una fiera para dejarte así el hombro —señaló otro marinero.
—Un caballero no cuenta esas intimidades, solo señalar que fue otro fuego el que me hirió. Digamos que la cosa se complicó y tuve que salir de allí armando un poco de jaleo —Alex se rozaba el vendaje mientras les contaba lo ocurrido—, pero no os preocupéis que tenéis capitán para largo.
El comentario provocó otra risotada a su tripulación con la consiguiente ingesta de alcohol.
Se quedó observándoles. Esa era su familia: piratas, rudos, con alguna que otra cicatriz, temidos en muchos puertos, perseguidos en otros, pero al fin y al cabo, su familia. Ellos habían sido fieles a su padre, y la protegerían a ella con su vida, si fuera necesario.
—La suerte estuvo de mi lado—continuó con su relato—. Cuando pensé que no tenía escapatoria, apareció un carruaje. Lo tomé prestado para escapar, raptando a su vez a una asustada dama.
—¡Tú sí que sabes!— dijo Jaime mientras le daba una palmada en el hombro bueno–. Imagino que aprovecharías para sumar una conquista más a tu larga lista.
—Esta dama no puede acusarme de nada. Vive Dios que me porté como un auténtico caballero —se defendió Alex—, además, yo estaba demasiado ocupada en dejar atrás a mis perseguidores.
—Eso es que no era muy guapa —concluyó Jaime y todos asintieron con la cabeza mientras se reían.
Alex se quedó pensativa recordando la imagen de Eleanor. No tuvo mucho tiempo para observarla, pero sí dio cuenta de su cuerpo al acercárselo para hacerla callar, y de sus ojos, de un color azul intenso, que la miraban con un toque de rebeldía cuando la bajó del carruaje pero que se volvieron más oscuros después de que la besara en la muñeca. Una pregunta la sacó de sus pensamientos.
—¿Entonces, ya sabes quiénes fueron los que hicieron el trato con tu padre? —preguntó impaciente Carlos, que no era muy seguidor de las conquistas de su capitana.
—La hija del Gran Capitán tampoco es que supiera mucho de los asuntos familiares pero al menos me pudo dar un nombre: Lord Richmond. Parece ser que, en la época en la que mi padre desapareció, España e Inglaterra tenían negocios entre manos, relacionados con América. Lo que no supo decirme era de qué tipo de negocios se trataba.
—Yo he oído hablar de ese Richmond —señaló Miguel, un joven aragonés que se unió a la tripulación después de escapar de la prisión de Zaragoza en la que le encerraron, según él, por un delito que no había cometido—. Es un Lord inglés que se vino a vivir a Cartagena hará ya unos cinco años. Sus negocios con España le hicieron cambiar su residencia y acabó casándose con una condesa española. Viven cerca de San Javier y tiene un hijo y dos hijas.
—Pues sí que estás puesto en los cotilleos de la sociedad Cartagenera— dijo entre risas Carlos.
—¡Menudo gilipollas eres, Carlos! –le dijo Miguel, molesto porque le tomaran por un cotilla–. Si sé todo eso —continuó Miguel—, es porque tengo una prima lejana que trabaja en su casa.
—¿Tienes confianza con tu prima?— preguntó la capitana que de nuevo tenía ese brillo en la mirada que precedía a la manifestación de una idea.
—Nos hemos criado juntos en casa de mi abuela —comenzó a explicar Miguel pero Alex le cortó.
—Eso es que sí —dijo con una amplia sonrisa–. Necesitaré que le hagas una visita a esa prima tuya y que indagues un poco en la vida del Lord, tanto comercial como personal, para ver por dónde podemos conseguir lo que queremos —indicó Alex.
—Mañana mismo he quedado con ella. Te diré algo por la tarde.
—Buenos días, tía —anunció Alex con su voz ronca mientras entraba, por la puerta de atrás, en la cocina de la taberna.
—¡Dirás buenas tardes!— reprendió Elvira, que andaba liada fregando el puchero.
—¿Tanto he dormido? Definitivamente, tengo que dejar de beber.
—A ver si vamos madurando un poco que ya tienes edad para sentar la cabeza.
—No empecemos con eso —se defendió Alex—. Ya sabes que a mi lo convencional no me va.
—Igualita que tu padre —dijo su tía mientras le ponía un cuenco con comida en la mesa— ¿Cuánto tiempo va a durar la visita esta vez?
—No lo sé, tía —contestó Alex mientras se metía la cuchara en la boca—. Ya sabes que los caminos de Dios son inescrutables.
—¡Déjate a Dios, que bastante tiene contigo! —riñó su tía—. Espero que esta vez, por lo menos, me avises de tu partida. No como la última vez, que me enteré por una nota que mandaste con la hermana de Carlos.
—No te prometo nada. Estamos en un asunto un poco complicado y no sé cuanto tiempo me voy a quedar— dijo Alex con voz muy seria.
Su tía conocía de sobra aquel tono y aquella mirada perdida. Como tantas otras veces, Alex seguía con la incesante búsqueda de su padre. El día que apareció aquel militar con la noticia de que Eduardo había fallecido en el Caribe ,camino de vuelta a casa, nadie quería creerlo. Elvira supo que era cuestión de tiempo asumir aquella pérdida pero Alex nunca lo superó. Para ella, que su padre, un experimentado marino, hubiera perecido por el mal tiempo, no tenía sentido. Él no saldría a navegar de saber que le esperaba un temporal. Algo no le cuadraba y tenía la sensación de que su padre seguía vivo y, de no ser así, no se tragaba que su muerte hubiera sido accidental.
—A los muertos hay que dejarlos tranquilos hija, que eso no trae nada bueno.
—Mi padre estará tranquilo cuando sepa quien lo mató, si es que está muerto —Alex respiró antes de seguir—. Siento que estés preocupada por mí. Creo que será mejor que recoja mis cosas y me quede en el barco.
—No quiero que te vayas. Es inevitable que me preocupe por ti, estés aquí, en tu barco o en el fin del mundo. Eres mi familia y te quiero. Lo único que no quiero es que te pase a ti lo mismo que a tu padre.
—No te preocupes tía, sé cuidarme muy bien —dijo Alex mientras la abrazaba—, y ya sabes que tengo a mis ángeles terrenales de la guarda.
—¿Esos piratas? —exclamó su tía zafándose del abrazo—. Esos lo único que saben hacer, es beber. Ya podían dedicar el poco tiempo que pasáis en tierra para asearse un poco y aprender buenos modales.
—Son piratas, tía. Tienen otras preocupaciones. Y sabes que me protegerán con su vida, si fuera necesario —defendió Alex—. Y ahora, me voy al barco que he quedado con Miguel. Esta noche vendré a dormir... ¡creo! —salió de la cocina después de darle un beso a su tía.
Miguel estaba terminando de reparar el mástil de la vela mayor, cuando Alex apareció por la escalera de popa.
—¿Qué tal esa resaca? —preguntó Miguel sin dejar de prestar atención a su actividad.
—Siempre digo que no voy a volver a beber, pero ya sabes. Me he ganado a pulso este tremendo dolor de cabeza. ¿Me pasé mucho anoche?
—Digamos que estuviste muy dicharachera y nos contaste, con pelos y señales, cómo fue tu noche con la hija del Gran Capitán. Pero tranquila, que sólo nos quedamos Carlos y yo escuchando tus historias, los demás estaban demasiado borrachos. Por cierto —ahora Miguel dejó sus herramientas y la miraba a los ojos—, creo que deberías hablar con Carlos.
—¿Con Carlos? ¿ha pasado algo? —Alex no entendía a que venía aquello—. ¿Dije algo que no debía?
—Mira, todos sabemos lo que siente por ti, lo hemos hablado muchas veces.
—Miguel, déjate de tonterías. Carlos no siente nada por mí. Nos conocemos desde que yo tenía cinco años, es mi familia, como lo sois todos. Me quiere como yo le quiero a él; como os quiero a todos.
—Oye, sé lo que dices. Pero también sé que no le hace ninguna gracia oírte hablar de tus conquistas.
—No me había dado cuenta... —Alex se quedó pensativa—. Intentaré hablar con él mañana. Ahora, tenemos asuntos más importantes que tratar. ¿Has visto a tu prima?
—Estuve con ella esta mañana pero no pudo decirme nada.
—¡Mierda!... contaba con esa información para poder seguir con el plan.
—Yo no he dicho que no tenga nada que decirme, sólo que no pudo hablar porque tenía que volver a casa del Lord. Has quedado con ella esta noche.
—¿He quedado yo? Vaya, esa es buena. Gracias por recordármelo porque ni siquiera sabía que conocía a tu prima. ¿Tengo algún otro plan que deba saber?
—Alex, yo no puedo pasar más tiempo fuera de casa. Mi mujer me va a matar. Si todo sigue según lo previsto, zarparemos en unos días y eso son otros dos meses sin estar con mi familia.
—Vale, me has convencido. Además, no quiero ser yo la causante del fracaso de tu felicidad. ¿Y dónde se supone que hemos quedado tu prima y yo?
—En casa de sus padres, en las Puertas del Arenal. Toma —Miguel le dio un papel con un plano dibujado—, ahí llevas las indicaciones. Tienes que estar a las doce de esta noche en el árbol que hay junto a la puerta de atrás de la casa. Ella te estará esperando.
—¿Sabe que voy yo?
—Le dije que iría el mismísimo Alex de Monterrey. Tu fama te precede. Lo cual me recuerda que he de hacerte una advertencia: como uses tus encantos con ella, te las verás conmigo, querida amiga.
—Miguel, sería incapaz de hacer nada que comprometiera nuestra amistad. Te doy mi palabra de que no haré nada que ella no quiera.
—¡Alex!...no tienes remedio.
—Confía en mi. Ya me conoces.
—Eso es lo que me preocupa.
CAPÍTULO 3: Recabando información.
—Alex —susurró una voz a su espalda.
Cuando Alex se giró y vio a Inés tumbada desnuda a su lado, no pudo resistir la tentación de comenzar aquel juego. Acercó su cuerpo y sólo con el roce de su piel, provocó un estremecimiento en aquella mujer de curvas casi perfectas. El primer ataque fue a su cuello, en el que posó sus labios para abrirse camino hacia su boca, que la esperaba ansiosa. Las manos de Alex comenzaron a recorrer a su amante provocándole una excitación máxima.
— Alexandra... —Inés intentó zafarse sin éxito, consciente de que no quería frenar aquel impulso—. Creo que deberías… mmm... ¡Dios! —sus besos no la dejaban concentrarse porque sabía perfectamente el placer que podría venir después—. Si mi primo nos viera en este momento, no sé a quien mataría. Por eso tienes que levantarte e irte de mi cuarto antes de que se haga de día —por fin consiguió terminar una frase aunque sabía que se iba a arrepentir de haber sido tan responsable.
Aquellas palabras sacaron de su estado de excitación a Alex, haciendo que se levantara de la cama de un salto. Mientras se vestía, imaginaba la cara de su amigo si se enterara de lo que había pasado esa noche pero, pensándolo bien, ella había cumplido con su palabra: “no haré nada que ella no quiera”. Y estaba claro que Inés quería. Lo que comenzó siendo un intercambio de información para poder entrar en la mansión Richmond, acabó en el cuarto de Inés dando rienda suelta a una provocación que comenzó en el momento en que se conocieron.
—Inés, espero que este encuentro quede entre nosotras. Sé que a Miguel no le haría ni pizca de gracia —levantó una ceja a modo de advertencia.
—No te preocupes, este secretito quedará entre tu, yo y estas cuatro paredes —aseguró, haciendo un gesto de cerrar la boca con una llave y tirarla.
—Confío en tu palabra —agarró su mano y la beso—. Si no pasa nada, nos veremos el sábado en la recepción que Joseph Richmond hará en su casa. Intenta recabar información sobre esa reunión secreta, siempre que no te pongas en peligro. No me lo perdonaría si te pasara algo.
—No te preocupes, sé cuidarme sola —agregó Inés juguetona— ¿o no te lo he demostrado esta noche? ¿Necesitas que te refresque la memoria?
Se acercó a Alex hasta quedar a apenas unos centímetros la una de la otra
—Me ha quedado muy claro lo bien que sabes cuidarte —sonrió lentamente mientras se acercaba a los labios de la joven, pasando la lengua por su labio inferior retándola a besarla—, pero si insistes en explicármelo... —Alex no pudo terminar de hablar al sentir una mano que le acariciaba el pecho por encima de la ropa.
—Como no salgas ya por esa ventana, vamos a acabar muy mal —dijo Inés con un tono tan sensual en la voz, que hizo estremecerse a la capitana.
A regañadientes, Alex tuvo que parar y, tras tomar aire con los ojos cerrados, supo que era hora de marcharse.
—Espero veros el sábado, mi dulce dama —dijo, con esa pose galante que tanto le gustaba, antes de salir por donde mismo había entrado esa noche.
—Espero veros el sábado, mi dulce dama —dijo, con esa pose galante que tanto le gustaba, antes de salir por donde mismo había entrado esa noche.
Tenía que reconocer que era toda una experta en entrar y salir de alcobas femeninas. Y es que, quince años de relaciones furtivas, incluso prohibidas, le hicieron convertirse en la mejor amante secreta que toda mujer pudiera desear. Los viajes con su padre le dieron la oportunidad de conocer mundo y, por su puesto, a las mujeres. Había desarrollado la increíble habilidad de embaucar incluso a la que tenía clarísima su orientación sexual. De hecho, esas eran sus preferidas. Para ella, seducir a una mujer siempre suponía un reto y le gustaba que, de vez en cuando, esos retos fueran difíciles.
Siempre tuvo claro que jamás acabaría casada con un hombre y simplemente, aceptó que tenía que ser así. Alexandra no se andaba con rodeos, le gustaba decir lo que pensaba, y escuchar lo que pensaban los que tenía a su alrededor, pero claro, si tenía algo en mente, nadie podía hacerla cambiar de idea, —“eres igual de cabezota que tu padre”— solía repetirle su tía. El día que se planteó descubrir qué le ocurrió realmente a su padre, sabía que no habría nadie ni nada que se interpusiera en su camino.
En el trayecto a casa de su tía, sus pensamientos fueron interrumpidos por el ruido de un carruaje que le llamó la atención. Era el mismo que, en días anteriores, le había resultado de gran ayuda para escapar del Gran Capitán. Apresuró su paso y, aprovechando la protección que le brindaba la oscuridad de la noche, logró subirse a la parte posterior de carruaje sin ser vista.
Con el ruido de los cascos de los caballos no podía oír si había o no alguien en el interior pero no pensaba malgastar la oportunidad de ver hacía donde se dirigía a esas horas de la noche.
Después de un trayecto de varios minutos el cochero detuvo el carruaje, pudiendo distinguir las voces de dos hombres.
—Lord Richmond, ha sido un placer, como siempre, pasar una velada en su compañía —escuchó decir a uno de ellos.
—El placer ha sido mío, camarada —Lord Richmond hablaba desde el interior del coche de caballos.
—La próxima, en su mansión este sábado. No podría faltar a la pedida de mano de su preciosa hija —el hombre ya estaba fuera del carruaje—. Ha hecho un buen trato con el matrimonio, será de gran valía tener alguien de confianza en las Islas.
—Parece que mi hija no piensa lo mismo. Lleva sin hablarme desde que le conté la noticia.
—Tranquilo. Sabemos lo rebeldes que pueden llegar a ser las mujeres pero al final, todas pasan por el aro.
—Espero que no haga ninguna locura y que sepa comportarse en la fiesta.
—Seguro que sí.
Alex se moría por verle la cara a quien tenía como principal sospechoso de la muerte de su padre, pero si no quería ser descubierta, ése era el momento para abandonar el carruaje sin ser vista. Se quedó tras un árbol, observando cómo se despedían los dos hombres, con impotencia pero sabiendo que había dado un gran paso en la investigación. Seguro que aquel desconocido era uno de los que estarían presentes en aquella reunión de la que le habló Inés.
Esperó hasta que todos los candiles de la casa se apagaron, para colarse en su interior. Probó con varias ventanas hasta que, por fin, una cedió a sus esfuerzos. Entró sigilosamente y esperó a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad que reinaba en la habitación. No le costó mucho adivinar que estaba en el despacho principal y se apremió en busca de algo que le pudiera decir quién era ese hombre y qué relación le vinculaba con Lord Richmond.
Se acercó al escritorio y aprovechando la luz de la luna llena que entraba por la ventana, pudo ver que los cajones estaban cerrados con llave. No le costó mucho abrirlos con la daga que siempre llevaba encima y que su padre le trajo de su primer viaje a las Américas.
Fue el último cajón el que escondía lo que iba buscando. Entre los papeles y un par de tinteros, se encontraban varias cartas cuyo destinatario era el Conde Luis Monforte. La poca luz de la estancia, no le permitía leer con claridad el contenido de las misivas, pero sí que pudo advertir que el remitente era Lord Richmond. Se guardó una de ellas, la que tenía por fecha un mes antes de la muerte de su padre, y dejó las demás en su sitio. Al ir a cerrar el cajón, se dio cuenta de que tenía menos fondo que el resto. Estaba claro que el Conde escondía algo y ella iba a descubrirlo. Usó de nuevo su daga y en cuestión de segundos, logró abrir aquel doble fondo lo suficiente para sacar de él lo que parecía un pañuelo. Alex estuvo a punto de derramar una lágrima cuando se dio cuenta de que las iniciales “E.M ”, estaban grabadas en una de las esquinas. Recordaba perfectamente el día en que le regaló aquel pañuelo a su padre, en su cuarenta y cinco cumpleaños. Pero había algo más en el cajón.
Aquel pañuelo guardaba en su interior un objeto que, de inmediato, le resultó familiar a Alex. Se trataba de la brújula de su padre. Aquella que le acompañó en todos y cada uno de sus viajes y que, según él, le daba suerte porque siempre le devolvía sano y salvo a casa. Tuvo que frenar su sed de venganza, que estaba creciendo por momentos, para no subir las escaleras y acabar con aquel malnacido.
Tardó un par de minutos en sosegarse y parar sus lágrimas. La idea de que su padre fue asesinado, cada vez cobraba más fuerza, por eso sabía que acabar con el conde esa noche, sólo sería un acto de venganza que no le ayudaría en nada. Lo más sensato era continuar con el plan y descubrir si alguien más estaba involucrado en el asesinato de su padre. Se guardó el pañuelo y la brújula junto a la carta y en su lugar, dejó un papel en el que dibujó una cruz con la inscripción “R.I.P.”
Salió por la misma ventana por la que había entrado y se marchó, calle arriba, hacia casa de su tía, pues si se quedaba por ahí, bebiendo, seguro que cambiaría de idea y volvería a la casa del Conde para acabar con su vida.
CAPÍTULO 4: Adelante con el plan
La recepción en casa de Lord Richmond comenzó a las seis. Los primeros invitados no se hicieron esperar y llegaban en sus carruajes, vestidos con las mejores galas al que, sin duda, se había convertido en el acontecimiento del año en Cartagena. Una fiesta sonada en el pueblo porque había congregado a la clase alta de la burguesía española e inglesa.
—Se está retrasando —comentó Carlos nervioso—, quizá deberíamos olvidar todo este asunto.
—Ten paciencia. Seguro que mi prima sale enseguida.
Con motivo de la fiesta, Lord Richmond habían tenido que contratar sirvientes para poder atender a todos los invitados que iban a asistir a la gran celebración y esa era la mejor coartada para colarse sin ser descubiertos.
Ya había oscurecido cuando Inés salió por la puerta de atrás, tal y como había quedado con Alex, y les hizo una seña para que entraran con ella. A Miguel y a Carlos, les facilitó un par de trajes de servicio para que se hicieran pasar por camareros.
—Seguidme sin llamar mucho la atención —les dijo su capitana—, y sobre todo no hagáis contacto visual con nadie. Se os nota demasiado que no sois del servicio, esas cicatrices no se hacen sirviendo la comida.
La chica les esperaba con los uniformes en el brazo.
—Tened, podéis cambiaos en la despensa.
—Gracias prima, te debo una —Miguel le dio un beso en la mejilla a modo de saludo.
—Tranquilo, ya estamos en paz —la chica miraba a la capitana con deseo.
Miguel sabía perfectamente a que se refería con aquella frase y se volvió a su amiga para echarle una mirada inquisitiva.
—Hablaremos más tarde —el joven cogió su uniforme y se metió en la despensa con Carlos que llevaba el semblante serio.
—¿Crees que sabe algo? —preguntó Inés con tono infantil mientras se acercó peligrosamente a los labios de Alex.
—Ahora ya sí... — dio por terminada la conversación vistiéndose con las mismas ropas que sus compañeros.
Una vez cambiados, Miguel y Carlos debían estar pendientes de Lord Richmond para darle a Alex la libertad de pulular por su casa a sus anchas. Salieron de la cocina con dos bandejas llenas de canapés, dando cuenta de ellos, y se dirigieron al salón principal.
Alex siguió a Inés por la casa, pasando entre los invitados. Nadie les prestaba atención pues, en ese mismo instante, Lord Richmond estaba dándoles la bienvenida con un discurso. Por fin, tras subir por la escalera de servicio a la planta superior, llegaron al dormitorio principal que contaba con un mini despacho. Inés cerró por dentro las puertas de acceso a las dos estancias para no ser descubiertas.
—No sabes cuánto te he echado de menos... —la doncella se abalanzó sobre Alex y la besó.
—Y yo a ti pero, por mucho que desee hacerte el amor aquí mismo, tenemos que controlarnos. Si nos pillaran, podríamos correr peligro— le sonrió un segundo, acercando más el cuerpo de Inés contra el suyo— aunque ya sabes que el peligro forma parte de mí.
La intensidad del beso fue tal, que hizo que se les acelerara el pulso y la respiración, presas de la excitación. Inés frenó de inmediato y, tras separarse de su amante, colocó bien su uniforme y se arregló el pelo.
—Tienes razón. Además prefiero disfrutar de ti esta noche en mi cama, sin ninguna interrupción.
Alex no era de una sola mujer y mucho menos le gustaban las relaciones largas y, para ella, quedar dos veces seguidas con la misma mujer, ya era una relación larga. Su condición sexual era perfecta para ella porque pocas querrían que el resto de la sociedad supieran con quien se acostaban, por eso casi siempre sus amantes estaban casadas. Sabía que Inés era buena chica y no quería hacerle daño ni prometerle algo que nunca podría cumplir y destrozarle el corazón. Y, además, estaba Miguel, su amigo, su compañero de fatigas al que no creía que le hiciera mucha gracia que le hicieran daño a su prima.
Ya le había ocurrido con alguna damisela que se encariñó demasiado y quiso atarla en corto pero Alex siempre optaba por la salida rápida, y simplemente, desaparecía del mapa. Con su vida de marinero le resultaba muy fácil puesto que, eran raras las veces que pasaba más de una semana en los lugares en los que atracaba el barco. No quiso hacerle ningún comentario al respecto y simplemente se limitó a asentir con la cabeza.
—Este es el dormitorio principal —comentó Inés—. El señor Richmond suele guardar en su cómoda algunos documentos.
Alex abrió los cajones de mueble pero no encontró nada que le sirviera. Ni ahí, ni en el escritorio de la sala contigua.
—No ha habido suerte. Aquí hay papeles, cartas, pero nada que relacione a Richmond con mi padre. Será mejor que vayamos a su despacho principal.
—Vale, pero no te separes de mí.
Ya estaban en el pasillo, cuando Inés se percató de que alguien subía las escaleras. La doncella metió de un empujón a Alex en la habitación más cercana que había.
—¡Escóndete y por Dios, no hagas ruido! —dijo cerrando la puerta rápidamente mientras se disponía a saludar a la hija de su Señor.
Una cosa era que hubiera sirvientes extras en la casa, pero Inés se jugaba el puesto si descubrían que había subido allí con uno de ellos.
—Buenas noches Miss Richmond —saludó haciendo una reverencia.
—Buenas noches Inés —respondió— ¿Qué haces aquí arriba?
—He venido a asegurarme de que todo estaba en orden y que nadie había subido a esta planta. Si me permite, voy a la cocina a ver como van con los comensales.
—Espera, ya que estás aquí, me ayudarás a quitarme el vestido. Uno de los invitados me ha tirado una copa de vino y quiero cambiarme.
—Por supuesto.
Inés volvió a abrir la misma puerta que apenas un segundo antes había cerrado para ocultar a Alex. Tardó en encender la lámpara, confiando que su amiga hubiera escuchado la conversación y se hubiera escondido.
—¿Algún problema, Inés? —interrogó Eleanor impaciente.
—No, señora. Es la vela que se resistía a prenderse pero ya está.
La doncella echó un ligero vistazo a la estancia, una vez iluminada, y comprobó aliviada que Alex no estaba allí, al menos a la vista.
La capitana se encontraba bajo la cama, atenta a todo lo que ocurría. Observaba la escena a través de la colcha y, a pesar de que Inés desnudaba a su señora con diligencia, tuvo tiempo para recrearse en las curvas de esa mujer rubia que le daba la espalda, no pudiendo distinguir su rostro. Rápidamente ese cuerpo fue cubierto con otro vestido que competía con el anterior en lujo.
—Mi señora, ¿necesita que le ayude en algo más? —Inés estaba recogiendo el vestido manchado del suelo.
—No, eso es todo. Muchas gracias. Será mejor que vuelva a la fiesta, se supone que soy la anfitriona —Miss Richmond salió por al puerta cerrándola detrás de ella.
—¿Alex?¿estás por aquí? —susurraba Inés para que no la oyera su señora, aunque sabía que ya estaría por las escaleras.
—¿Me estabas buscando? —Alex apareció por uno de los lados de la cama—, no tenías que preocuparte, ya sabes que soy una experta en pasar desapercibida.
—Pensé que habías salido por la ventana —Inés la abrazó tan fuerte que podía sentir los latidos de su corazón.
—¿Y perderme el gran espectáculo? —le dijo sensualmente la capitana.
—¡No tienes remedio! —comenzó a besarla y ambas cayeron sobre la cama.
Estaba claro que aquello tenía que pasar. Por mucho que se convenciera mentalmente del peligro que suponía bajar la guardia en aquellos momentos, lo cierto es que el deseo podía más y ocurrió lo inevitable.
Sus besos desenfrenados las llevaron a un estado de excitación tal, que las manos que antes se encontraban rodeando su cintura, empezaron a recorren el cuerpo de Inés sin compasión, desde su cuello, pasando por sus senos, hasta llegar al centro de su sexo. Alex introdujo su mano por debajo de la falda, sin dejar de besarla y sin que sus dedos encontraran obstáculo alguno para darle el mayor de los placeres. Sus caricias y besos continuaron hasta que algo las detuvo de golpe. De la escalera principal se oían voces acercándose al dormitorio.
Inés se incorporó de inmediato y colocó bien la cama y su ropa.
—¡Joder! , otra vez—exclamó Alex mientras se escondía de nuevo bajo la cama.
CAPÍTULO 5: Incursión en el despacho.
Esta vez las voces pasaron de largo. Cuando creyeron que era seguro, salieron de la habitación dirección al despacho, que se encontraba en la planta baja. Inés salió primera, comprobando que ninguno de los Richmond se encontraban a la vista y le hizo una señal a Alex para que la sguiera. Ya en el hall principal se encontraron con Miguel.
—Ey, ¿cómo lo lleváis? —le preguntó su amigo.
—De momento, nada de nada —contestó Alex—. Tu prima me va a llevar al despacho, a ver si allí tenemos más suerte. ¿Qué tal todo por aquí?
—Ya sabes. Esto parece un circo. Cada uno intentando aparentar más que los demás. Te juro que me dan ganas de escupir en su “deliciosos y exquisitos” canapés.
—Oye, solo serán unos minutos más. Inés me está ayudando mucho. Conseguiré esa información y nos largaremos de aquí.
—Ya veo yo lo que te ayuda mi prima. Alex, ojito con hacerle daño.
—Ahora no es el momento de hablar de eso. Me voy antes de que nos vean juntos.
La chica desapareció, en compañía de la doncella, tras una de las puertas del hall. Por fin entraron en el despacho. No quisieron jugársela y Alex fue directa al escritorio que se encontraba junto al ventanal principal. Se apresuró a buscar entre los papeles, mientras Inés le alumbraba con el candelabro que había sobre una de las mesas.
—No veo nada de interés y los cajones están cerrados con llave.
—Espera —dijo la doncella mientras se acercaba a una de las estanterías, repletas de libros, que ocupaban las paredes del despacho.
Inés sacó uno de los libros y lo abrió. De su interior, en el que había un hueco hecho entre las hojas, sacó una llave y se la dio.
—Vaya. Parece que conoces bien esta casa.

Alex se ocultó tras la enorme cortina antes de que la señora Richmond, acompañada de una de sus invitadas, gritara asustada al ver allí dentro a la doncella.
—¡Por Dios Inés! ¡Me has dado un susto de muerte! ¿Se puede saber que demonios haces en el despacho? —interrogó enfadada.
—El señor me ha pedido que le coja una caja de puros de su escritorio —fue lo primero que se ocurrió y rezó porque sonara convincente.
—Pero si ya no los guarda ahí —Clara Richmond relajó el semblante y arqueó las cejas a modo de resignación—. Este esposo mío ya no sabe dónde tiene la cabeza. Busca en el armario caoba que hay en el despacho junto a nuestro dormitorio. Si queda alguna caja, estará allí.
—Gracias, señora —contestó aliviada—. ¿Necesita que le ayude con algo?
—Tranquila, sólo vine a enseñarle una cosa a la duquesa. Puedes retirarte.
—Como desee —salió del despacho.
Tenía que ir a por los puros para mantener la coartada con la señora Richmond y después volvería a por su amiga.
—Lo que yo te decía —exclamó la Señora Richmond—. No te puedes fiar de nadie. Esta gente anda a sus anchas por mi casa, por eso mi marido tiene un sitio secreto donde guardamos los papeles importantes y las joyas.
Para asombro de Alex, Clara se acercó a una gran bola del mundo que estaba en el centro del despacho y la abrió. De la parte superior, abrío un doble fondo y sacó una cajita para enseñarle a su amiga un collar de diamantes.
—¡Dios mío, Clara! Es impresionante. Debió costarle una fortuna.
—Nada de eso. Mi marido sabe muy bien con quién relacionarse y, digamos, que la corte española es muy generosa a la hora de pagar determinados...trabajos.
La señora Richmond guardó la joya en su sitio y ambas salieron del despacho. Inés las vio perderse entre la gente y aprovechó para ir al despacho.
—Alex... Alex —susurró desde la puerta.
Alexandra salió de su escondite, suspirando de alivio porque no la habían descubierto.
—¡Dios, Alex! Estaba preocupada. Pensé que se había ido todo al traste. Lo siento.
—Tranquila, tú no tienes la culpa. Además, gracias a la intromisión, he podido descubrir donde guardan los Richmond sus bienes más preciados.
Rauda, se acercó a la bola del mundo para abrirla, pero no fue hasta el tercer intento cuando pudo ver lo que había en aquel doble fondo. Junto a las joyas, una carpeta con documentos. Muchos de ellos eran cuentas y pagos con corsarios que no tenían muy buena fama. Pero le llamóa la atención uno de los sobres. El destinatario era Sir Frederick, teniente coronel del cuarto batallón de infantería naval en Inglaterra, y, en su interior, guardaba una carta aún sin terminar.
—Por favor, ilumina aquí —le pidió a Inés, con el folio en la mano.
—¿Es eso lo que buscabas?
—Eso espero —comentó, mientras leía el contenido de la carta, que estaba escrito en inglés—: “Estimado Sir Frederick. El motivo de esta carta no es otro que el de informarle de que los acontecimientos relacionados con el caso Monterrey, se han precipitado. Es necesario que nos reunamos en el sitio donde empezó todo. Espero que, tal y cómo acordamos, usted se ponga en contacto con el siguiente en la lista y le haga saber a él, que tiene que hacer lo mismo. La fecha para la reunión será el 25 de Agosto.”
—Eso es dentro de dos meses... No pone nada más...
—Pues si tienes suficiente información, deberíamos salir de aquí cuanto antes.
Las dos mujeres dejaron todo como lo encontraron. Alex no necesitaba la carta, sólo saber el destinatario, por eso la volvió a meter en su lugar. Tenía claro que el siguiente paso sería averiguar donde vivía el tal Frederick.
Inés apagó el candelabro y encendió el quinqué que estaba colgado junto a la puerta y ambas se disponían a salir cuando la voz de Miguel, saludando a alguien, las frenó. Alex se quedó tras la puerta mientras Inés salía de allí para intentar resolver la situación.
—Señorita Eleanor, ¿desea usted algo?¿tiene que cambiarse otra vez de vestido?
Alex se quedó sorprendida al oir aquel nombre. ¿Sería posible que fuera la misma Eleanor a la que raptó en el carruaje? Al verla en su habitación, le resultó familiar pero pensó que sería otra de sus muchas conquistas. No pudo aguantar la tentación y se asomó por la rendija de la puerta corroborando sus sospechas.
—No, pero ¿qué hacía en el despacho?
—Su padre me mandó buscar una caja de puros y créame que no ha sido tarea fácil encontrarlos —Inés se interpuso entre Eleanor y la puerta del despacho pero no pudo retenerla demasiado tiempo.
—Pues vuelva a la cocina porque la necesitan con urgencia. El baile está a punto de comenzar y se van a servir las copas —ahora era Eleanor la que apartó a la doncella para entrar al despacho.
—Por supuesto señorita. Pero antes, ¿necesita que le ayude ahí dentro?
—Tranquila. Sólo voy a coger una cosa que me ha pedido mi padre. Volveré enseguida a la fiesta. Aunque no me vendría nada mal ese quinqué.
Ante la inminente aparición de aquella mujer, Alex volvió a esconderse tras las cortinas que cubrían parte del ventanal, confiando que la oscuridad del exterior y la poca luz del quinqué, le ayudaran a esconderse. El despacho era grande y Eleanor no tendría porqué pasar a su lado. Así que se mantuvo allí, a la espera de ver lo que ocurría.
La joven se dirigió al escritorio y, de una de las cajas que había sobre él, sacó una llave con la que abrío el gran armario acristalado que había en un lateral de la habitación. En su interior, Alex pudo ver diversos libros y elementos propios de la navegación como un astrolabio y algunas cartas de navegación, pero fue el libro que cogió Eleanor el que llamó poderosamente su atención. Podría reconocer aquel cuaderno entre cientos. Las tapas eran de cuero con las inciales E.M. grabadas a fuego en la portada y tenía una esquina rota desde el día en que alex la cortó para probrar la daga que su padre le regaló. Sin lugar a dudas, lo que había en aquel armario, era el cuaderno de bitácora de su padre. La chica lo volvió a dejar en su sitio cuando cogió unos mapas que había justo debajo.
Tuvo la tentación de salir de su escondite y arrebatárselo de las manos pero sabía que eso sólo complicaría las cosas. Tenía que salir de allí antes que ella, para informar a Miguel y Carlos y que estuvieran atentos a los mapas. Apagó el quinqué que Eleanor había dejado sobre el escritorio y aprovechando la oscuridad absoluta, salió de allí, no sin antes pasar junto a la chica y susurrarle: —Te dije que volveríamos a vernos...
Eleanor, que seguía intentando acostumbrar sus ojos a la oscuridad, pegó un grito al oir aquella voz pero cuando se giró a comprobar de quién venía, la puerta del despacho ya estaba abierta y su intruso había huido.
CAPÍTULO 6: Reunión urgente en el camarote
Tras comprobar que aquel cuaderno no salió de las dependencias de Richmond, los tres amigos abandonaron la mansión por donde mismo habían entrado, después de despedirse de Inés.
—¡Lo sabía! —exclamó Alex con furia— ¡Malnacidos! Van a pagar uno a uno por lo que han hecho.
La chica caminaba apresurada seguida de sus camaradas. Ellos le dejaban el espacio que sabían que necesitaba su capitana en esos momentos.
Hasta esta noche, todo eran suposiciones, pero ahora, ya sabían que había un complot contra su padre y la ayudarían a buscar venganza. Se despidieron, hasta el día siguiente, en el Alexandra II donde plantearían los siguientes pasos a seguir.
Alex caminó sin rumbo fijo durante unos minutos antes de dirigirse a la taberna de su tía.
—¿Prima, eres tú? —preguntó Juliana.
Entre sueños, le había parecido escuchar ruido y bajó a ver que era. No esperaba encontrar a Alex derrumbada sobre la mesa, con una botella medio vacía de ron y los ojos hinchados de haber llorado.
—No soy buena compañía —dijo Alex con la mirada perdida en el vaso

—¡Han sido ellos! —las lágrimas empezaron de nuevo, acompañando el relato de lo ocurrido en la casa de los Richmond.
Su prima, que en esos momentos la sostenía con un abrazo, dejó que todo el dolor que hasta entonces no había dejado salir, fuera abandonando su cuerpo.
—Shhhh... Cálmate, Alex —nunca antes la había visto llorar, ni siquiera de pequeña cuando se caía jugando, haciéndose un daño considerable.
Estuvieron bastante tiempo abrazadas hasta que Juliana sintió que se había dormido en sus brazos. Las lágrimas y el alcohol consiguieron ganarle la partida, cosa que se reflejó al día siguiente cuando se despertó con un gran dolor de cabeza y con los ojos enrojecidos. Supuso, al bajar las escaleras, que su prima le había ayudado a subirlas la noche anterior porque no recordaba como llegó a la cama.
—¡Buenos días sobrina! —su tía estaba cocinando la comida que luego serviría en la taberna.
—Hola tía— dijo con desgana mientras le daba un beso y se disponía a salir por la puerta
—¿Dónde crees que vas sin tomar nada?
—Es que me he levantado con el estómago revuelto —se disculpó.
—¡Ya imagino que tienes mal cuerpo! Ví la botella de ron esta mañana, por eso tienes que tomar algo que te temple. No puede ser que lo único que ingieras sea alcohol —dicho esto, le puso un plato en la mesa dando por terminada la conversación.
—¡Tú ganas! —se sentó y probó la comida que, aunque a regañadientes, tuvo que admitir que le estaba sentando muy bien.
Durante la comida, dispuso de tiempo para pensar en lo ocurrido la noche anterior y en cuál iba a ser su siguiente paso. Sus pensamientos sólo fueron interrumpidos por Juliana que entró portando los cubiertos que se iban a utilizar en la comida.
La chica se acercó a hablar con ella.
—Juliana, de lo de anoche...
—No te preocupes, no le he dicho nada a mi madre de lo que me contaste. No quiero que se preocupe más de lo que está —le susurró a Alex cuando su madre se fue a por unas especias a la despensa.
—Te debo una — su prima era para ella su hermana mayor, siempre le cubría las espaldas en sus múltiples escapadas.
—¿Has terminado ya tu desayuno-comida? —inquirió su tía.
—Sí. No te quejarás ¿eh?, ¡me lo he comido todo! —poniendo su cara de niña buena— ¿Me puedo ir ya?
—Ya sabes que no me gusta que estés todo el día por ahí, pero ya eres mayorcita. Anda, ve con Dios —resignada, le dio su bendición.
A pesar de que el trayecto hasta su barco no era muy largo, le dio tiempo a repasar mentalmente lo que iba a decirle a los chicos. El problema era que, entre sus pensamientos, se repetían las imágenes de Eleanor en ropa interior y eso la descentraba. No la había visto desnuda porque llevaba el corsé, pero se adivinaban bien sus curvas y, la luz de la vela, de daba un tono dorado a su piel que se mezclaba con el brillo de sus cabellos haciéndola parecer una estatua griega.
—¡Capitana! —le saludó Jaime, el marinero más joven de la cuadrilla y el último en incorporarse a la tripulación.
—Avisa a todos. Reunión en mi camarote —dijo mientras subía la rampa.
Alex estaba organizando sus papeles cuando llamaron a la puerta.
—¿Se puede? —Carlos encabezaba el grupo.
—Pasad y sentaos. Tenemos mucho que hablar —comentó mientras se acomodaban en el camarote—. Imagino que Miguel y Carlos ya os habrán puesto al corriente de las últimas noticias. Sabemos que Richmond tiene el cuaderno de bitácora de mi padre, lo cual le convierte en el objetivo principal, pero por ahora, le vamos a dejar a su aire. Él nos llevará al resto. De momento, ya tenemos otro nombre. Ese tal Frederick, al que iba dirigida la carta, es ahora nuestro próximo objetivo. Vendrá a Cartagena dentro de dos semanas. Tenemos que sacarle información sobre quién es el siguiente en la lista de Richmond y hasta cuánto es responsable de la desaparición de mi padre —mientras hablaba todos la observaban asintiendo en cada uno de los puntos—. Pero hay que sacarle la información sin llamar la atención del resto.
—Y ¿qué se te ha ocurrido? —preguntó Miguel.
—Hasta ahora lo único que ha podido decirme tu prima es que vive en Inglaterra. Vendrá a
Cartagena dentro de dos semanas y, cuando viene, es asiduo a visitar mujeres de vida alegre.
—Hay pocos burdeles en la ciudad y los conocemos muy bien. Podemos enterarnos a cuál va y cómo son las mujeres que suele frecuentar — expuso Lucas, primo de Miguel, y amigo desde pequeño del padre de Alex, su anterior capitán.
—Sacarle la información sin que se dé cuenta, va a ser lo complicado— Jaime aún no tenía visión estratégica.
—Supongo que siempre podremos hablar con una de las chicas del burdel en cuestión y que nos ayude por un módico precio —expuso Miguel como solución.
—No nos interesa que nadie más sepa lo que estamos haciendo, y menos esas mujeres que por dos reales, venden la información a cualquiera —la capitana no contempló esa opción.
—Pues entonces, no sé cómo lo vamos a hacer —concluyó Miguel.
—Fácil. Yo me haré pasar por prostituta —dijo, dejando boquiabiertos a sus camaradas.
Tras la primera reacción de sorpresa, todos rieron a carcajadas ante la imagen de su capitana vestida como una de las fulanas del burdel. Todos, menos Carlos, que sabía perfectamente que su amiga hablaba muy en serio.
—¡Ay, Dios!, no pensé que eras tan divertida...Ahora, de verdad, ¿cómo lo vamos a hacer? —interrogó Miguel.
—Ya os lo he dicho —ahora su tono era más serio, dejando claro que no era broma—. Localizaremos el burdel al que va y hablaremos con la madame para pasarme por una de sus chicas. Le llevaré a una de las habitaciones y allí le sacaré toda la información que necesito.
—¿Y que harás cuando te pida que hagas tu trabajo, por el que habrá pagado? —a Carlos no le hizo ninguna gracia que Alex estuviera en esa situación.
—Tranquilo. Lo primero que haré será emborracharle. Y, cuando estemos en el cuarto, le dejaré inconsciente con ésto —Alex sacó una bolsita de cuero que contenía en su interior raíces de mandrágora—. Mi padre me la trajo de África. La dosis adecuada hará que se quede dormido como un bebé —le lanzó la bolsita a Miguel—. ¿Sigues teniendo a ese amigo curandero verdad?
—Recibido jefa —no hizo falta que le explicara nada más.
—Oye Alex —le dijo Carlos, apartándola a un lado—. Creo que lo que vas a hacer es peligroso. Además, tú nunca has estado con un hombre ¿cómo vas a conseguir que se fije en tí?
—Sé que estás preocupado —Alex recordó la conversación que tuvo con Miguel sobre los sentimientos de Carlos—, pero ya me conoces. Sé cuidarme —dijo señalando la daga que llevaba en la cintura—. Ese indeseable caerá rendido antes de ponerme una mano encima. Y, en cuanto a lo de llamar su atención, no creo que sea tan difícil seducir a un hombre. Con las mujeres me funciona.
—Al menos dejarás que esté dentro del burdel por si la cosa se pone fea —imploró Carlos.
—Está bien. Pero seguro que no hará falta tu intervención. Oye Carlos —le dijo antes de que se fuera —, tú y yo tenemos que hablar cuando todo esto acabe.
—¿Ha pasado algo? —comentó el marinero extrañado.
—No, tranquilo. Es sólo que hace tiempo que no charlamos como lo hacíamos antes.
—Bueno, pues aceptaré de buen agrado una cerveza en tu compañía.
—Mejor una botella de ron —sonrió Alex, arrancándole otra sonrisa a su amigo.

Inés la dejó sin palabras.
—...¡Inés! Perdona, pensé que eras uno de mis chicos —se disculpó.
—No era mi intención molestarte —susurró avergonzaba.
—Oye, tú nunca molestas —le cogió las manos y la pasó al interior del camarote, cerrando la puerta con llave tras ella —. ¿Ha pasado algo? ¿Estás bien?
—Necesitaba verte —Inés la miraba con tanto deseo que Alex no pudo evitar besarla—. Tengo que decirt... —las palabras no podían salir de su boca ante los besos seductores que recorrían su cuello mientras se dirigían a la cama.
—Ya me lo dirás después. Ahora tengo algo muy importante que hacer —le dijo antes de morderle el lóbulo de la oreja haciendo que todo su cuerpo se estremeciera.
Inés cerró sus ojos y se dejó llevar por el dulce tacto de las caricias de su amante que incendiaban su cuerpo haciéndole desear estar ya sin ropa.
Alex parecía leerle la mente porque en ese momento, empezó a deshacerse de la ropa, dando besos húmedos a cada parte del cuerpo que iba descubriendo. Sus manos hábiles desnudaron a Inés, para luego quitarse su propia ropa que iba amontonándose a ambos lados de la cama. En aquel momento, lo único que importaba era la sensación de esos dos cuerpos desnudos, sin aliento por la excitación.
—Me encanta como hueles —susurró Alex mientras una mano acariciaba su pecho sin compasión y, la otra, descendía desde el ombligo hasta esa zona tan peligrosa.
—¡Dios!— gimió Inés cuando sintió que la mano había llegado a su destino.
Alex no se apresuró en darle placer. Disfrutó de cada uno de sus gemidos, de sus peticiones silenciosas con besos, de sus miradas que imploraban que siguiera. Cuando Inés pensaba que no podía aguantar más, se abandonó a las oleadas de placer que recorrían todo su cuerpo. Así terminaron, con sus cuerpos pegados, sintiendo los latidos acelerados en el cuello de su amante, como la mejor de las recompensas.
Inés acariciaba distraídamente el cuerpo de aquella preciosa mujer, tan cercana en algunos momentos y tan fría en otros.
—¿Estás bien Alex? —ahora la miraba a los ojos.
—Repasaba mentalmente lo que hablé con los chicos antes de que tú llegaras —sonó creíble aunque la realidad era que, sin saber por qué, la imagen de Eleanor apareció de nuevo en su cabeza—. Y, ¿qué era eso que querías decirme?
—Sir Frederick ha enviado una carta diciendo que vendrá a Cartagena dentro de dos días. Parece ser que, en la carta que encontramos inacabada, mi señor le comentó que había desaparecido algo importante de la casa del Conde Luis Monforte y que debían reunirse lo más pronto posible.
Alex sabía perfectamente a qué se refería Richmond.
—Inés, no es porque no quiera estar contigo, pero con este imprevisto, todo se ha precipitado. Tengo que reunir de nuevo a mis hombres —dijo, dándole su ropa.
Cuando ambas estuvieron listas, Inés abandonó el barco y Alex mando a llamar de nuevo a Miguel. Mientras llegó su amigo, estuvo pensando en el momento que había pasado con Inés. Fue muy intenso y disfrutó mucho pero, tenía que reconocer que le hubiera gustado que la mujer a la que había hecho disfrutar, fuera Eleanor.
CAPÍTULO 7: En la mansión Richmond
—¿Había alguien más en el despacho o lo imaginé? —dijo en voz alta Eleanor que seguía dándole vueltas a lo ocurrido en la fiesta de su compromiso.
Ya habían pasado dos días desde que le susurraran al oído esas palabras que, incluso ahora recordándolas, le hacían erizarse: “Te dije que volveríamos a vernos…”. Esa noche era la primera vez que bebía y pensó que el alcohol había sido el culpable de sus alucinaciones.
Su incursión en el alcohol fue provocada por la noticia de su próximo enlace. No para celebrarlo, sino para olvidar el hecho de que su futuro ya estaba decidido y no precisamente por ella. Su padre la había usado como moneda de cambio y concertó su matrimonio con Sir Frederick, un inglés mujeriego que siempre que le veía, estaba tonteando con las mujeres del servicio.
Cuando el Lord le informó de la decisión, estuvo más de tres días encerrada en su habitación llorando. Su madre intentó convencerla de que aquello era lo mejor para su futuro y le aseguró que sería feliz al lado de un hombre tan distinguido. ¿A quién quería engañar? Habían convertido su felicidad en un negocio más pero no tenía opción. Su padre ya había dado su consentimiento y no podía negarse porque sería un deshonor para su familia.
—¿Qué murmuras hermana? —Patricia apareció en el jardín con un libro en la mano.
Eleanor y ella no se habían separado jamás. Como hermana mayor, Patricia era su confidente, su consejera, su amiga y, en muchas ocasiones, ejercía incluso de madre ya que, los asuntos públicos de los Richmond, les hacían desatender sus labores como padres con demasiada frecuencia.
—No me hagas caso. Sabes que estos días ando un poco distraída.
—Más que distraída, yo diría triste. Hermanita, a mí no me puedes engañar —dijo mientras se sentaba a su lado en aquel banco.
Sabía que estaría allí sentada porque siempre que necesitaban respirar aire, cruzaban el laberinto de cipreses que su padre mandó a construir para ellas, y acababan sentadas en aquel banco bajo el gran sauce.
—Padre ni siquiera me preguntó —no tenía que decir nada más.
—Sabes que tarde o temprano esto iba a pasar —dijo cogiéndola de la mano—. Mírame a mí, soy muy feliz con Rodrigo. Ya ves, no lo elegí y sin embargo, no me arrepiento de nada.
—¡No intentes convencerme! —Eleanor la fulminó con la mirada—. Tú no. Eres mi único apoyo y la que mejor me conoce. Sabes de sobra que no voy a ser feliz con ese Frederick.
—Oye, yo no intento convencerte de nada. Sólo digo que no adelantes acontecimientos. Pensé que ya lo tenías asumido, pero desde la fiesta, te noto más ausente de lo normal. ¿Hay algo que me quieras contar, Ele?
—¿Me prometes que no te vas a reír de mí? —Eleanor necesitaba desahogarse.
—Palabrita del niño Jesús —su hermana se besó los dedos a modo de juramento y le puso cara de no haber roto un plato.
—Hubo un momento en la fiesta en el que entré al despacho para llevarle a padre unos mapas que quería enseñarle a Frederick. Me tropecé con Inés, que salía justo en ese momento y después de hablar con ella, me quedé sola en el cuarto. Te juro que allí no había nadie... o al menos eso creía
—No entiendo ¿había o no había nadie? —preguntó su hermana extrañada.
—Cuando abrí el armario para sacar los mapas, el quinqué se apagó como por arte de magia y entonces, lo oí.
—¿Pero qué oíste? o mejor dicho ¿a quién? —Patricia estaba atenta a cada palabra.

—¡Menudo susto te debiste pegar! Aunque por otro lado —dijo con mirada picarona—, ¿quién es el que te susurra cosas al oído?
—Reconocí su voz al instante. Fue el mismo caradura que secuestró mi carruaje el día que fui a ver a María.
—¿Estás segura, hermanita?, mira que esa noche te vi, por lo menos, con una copa en la mano —dijo, levantando una ceja, con mirada inquisitiva.
—Ese es el problema, que no sé si fue verdad. Entre los nervios, la música y el alcohol, ya no sé si lo que oí fue producto de mi imaginación o pasó de verdad pero es que, me pareció incluso distinguir su aroma, una mezcla entre mar y flores —Eleanor recordó aquel momento con una sonrisa en la boca.
—A ver si me entero. Resulta que hace unos días, te “secuestran” y, según tus primeras declaraciones, no sabrías reconocer a tu asaltante y ahora, unos días después, me cuentas que recuerdas su olor perfectamente —Patricia parecía divertirse pillando a su hermana en aquellas mentiras piadosas— O has recobrado la memoria de repente o mentiste como una villana, que, por otro lado, ya era hora, la verdad. ¿Hay algo más que no me hayas contado? —la mirada de Patricia expectante significaba que no pararía hasta saberlo todo.
Eleanor se resignó con un suspiro y comenzó por el final.
—¿Qué pensarías si te dijera que llevo varias noches soñando con un hombre al que apenas he visto?
—Pues creo que, dada la situación de estrés y pánico que viviste, es muy normal que tengas pesadillas. Porque... son pesadillas... ¿no? —preguntó con curiosidad.
—No exactamente... —contestó sonrojada Eleanor—. Aquel día, en el carruaje, tuve miedo porque no sabía lo que aquel hombre me podía hacer pero cuando le tuve delante, aquella sensación de peligro desapareció. Supe que iba a salir ilesa de aquella situación. No sé como explicarlo pero sus ojos, esa intensidad con la que me miraba... Patri, te juro que nadie me ha mirado así en la vida —Eleanor hablaba entusiasmada y nerviosa.
—¡Dios mío! ¡¡Eso ha sido un flechazo en toda regla!! —dijo su hermana acompañando su comentario con un guiño.
—Y luego —siguió Eleanor ajena a los comentarios de su hermana—, cuando me agarró por detrás, para ocultarnos en aquel almacén, sentí que el corazón se me salía del pecho. Me sujetó con fuerza pero sin hacerme daño y pude sentir su aroma, su respiración,... Y, el tono de su voz era cálido y firme —miraba a su hermana de reojo, con la tez aún colorada, frotándose las manos nerviosamente—. Jamás me había sentido tan segura y aquella sensación me dejó descolocada porque se supone que me tenía de rehén. Cuando se presentó y me miró, me quedé ahí, quieta, sin hacer nada. Ya no me tenía cogida pero yo no pensé en huir...
—¡Guau! —su hermana se quedó boquiabierta—. No sé por qué me he bajado este libro. Desde luego tus historias son mucho más nteresantes. Tendrías que habérmelo contado antes. Pero dime ¿cómo es ese ladrón de corazones?
—Es alto, de piel morena y tersa, con el pelo largo, de color castaño y ondulado, recogido en una coleta, ojos muy oscuros de mirada profunda, facciones marcadas pero suaves,... No sé cómo explicarlo.
—Pues para no saber, ¡se te da de lujo! ¡Cualquiera que te oiga, pensaría que estás hablando de tu prometido y no de un secuestrador! ¿Algo más que añadir a esta detallada descripción?
—Sus labios...
—¡¿Te besó?! —Patricia no daba crédito a lo que oía.
—Sí y no
—¿Cómo que “sí y no”? —dijo extrañada su hermana.
—¿Qué te besen la muñeca cuenta?
—Bueno habría que analizarlo. La muñeca es muy general. ¿Fue en la parte superior, en plan “saludo protocolario” o fue en el interior, en plan “es un adelanto de lo que te haría”?
—En el interior —respondió Eleanor mordiéndose el labio a la espera de la resolución de su hermana mayor.
—¡Sí, te besó! —sentenció Patricia— ¡Eres una rompecorazones, pequeña! ¿Cómo has esperado tanto tiempo? Entiendo, entonces, tus dudas con lo de la boda. Y después de ese beso ¿que pasó? ¿no se propasaría?
—No, sólo me advirtió que nos volveríamos a ver y desapareció. Por eso sé que quién me dijo eso en el despacho, era él.
—Tal y como lo cuentas, parece claro que era el mismo pero ¿no crees que si hubiera entrado un ladrón en casa, los guardias lo hubieran descubierto? La mansión estaba llena de militares vigilando cada rincón.
—Supongo que tienes razón. No seré yo quién le lleve la contraria a la inteligente de las dos, porque ya sabemos quien ha heredado la belleza —dijo señalándose a sí misma mientras salía corriendo perseguida por su hermana mayor.
Desde el balcón del dormitorio principal, Lord Richmond miraba la escena con una sonrisa dibujada en su rostro. Sabía que Eleanor estaba enfadada con él por la boda pero no tenía otra opción. No, si quería mantener su estatus y seguir dándole a su familia aquella vida en la que el dinero no era problema.

—Ya se han hecho mujeres— tuvo que admitir Joseph.
—¿Vienes dentro?, la comida está a punto de servirse.
—Voy enseguida. Primero tengo que pasar por el despacho a ver una cosa.
—Vale, pero no tardes —le dijo Clara saliendo del cuarto.
Había perdido bastante de su capital en malas inversiones y no podía rechazar aquel trato: la mano de su hija a cambio de una más que considerable cantidad de oro y joyas procedentes del Nuevo Mundo.
Ya en el despacho, Joseph se acercó a su vitrina para observar el cuaderno de bitácora de Eduardo de Monterrey. Pasó las manos lentamente por las tapas de cuero, repasando las letras grabadas como si las estuviera escribiendo él por primera vez. Aquello nunca debió haber pasado. Cuando decidió entrar en el juego, le prometieron que no habrían bajas personales.
Frederick le aseguró que sería un negocio redondo pero la realidad era bien diferente. Había cobrado su parte, desde luego pero ¿a qué precio? Sus manos estaban manchadas de sangre como las del resto del grupo que había firmado aquel pacto secreto. Y lo único que le quedaba era aquel cuaderno en el que encontró una carta de Monterrey dirigida a su hija, de la que nadie conocía su existencia, relatándole sus últimos días de calvario en los que Sir Frederick jugaba un papel protagonista. Era, sin duda, el salvaconducto que no dudaría en utilizar si su socio intentaba chantajearle.
Joseph devolvió el cuaderno a su lugar y salió de su despacho para comer con su familia.
Aquella noche y ante la posibilidad de que su secuestrador volviera a hacer su aparición, Eleanor le pidió a su hermana que durmiera con ella. Con el camisón puesto, se metió en la cama mientras Patricia se cepillaba el pelo. Algo le decía que le iba a costar conciliar el suaño. ¿Por qué no podía dejar de pensar en esos ojos negros? ¿qué le pasaba? Ya se había resignado al hecho de que se iba a casar con un hombre al que no quería, en pro de la estabilidad económica de la familia pero desde que apareció Alex, su rebeldía había vuelto y ya no se conformaba con hacer feliz a su padre.
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Patricia apagó la luz del candelabro y se metió en la cama con su hermana.
—Que descanses, hermanita —le dijo dándole la espalda para caer rendida sobre la almohada.
—Lo mismo digo Patri.
El sueño se apoderó de su hermana a la velocidad de la luz y ella se quedó a solas con sus pensamientos y con Alex. Recordó aquella mirada, el tono de su voz, la manera de agarrarla... Y, finalmente, el cansancio se apoderó de ella, con los labios de su secuestrador cómo última imagen en su mente.

—Eleanor... Ele.. ¿estás bien? —Patricia se había despertado al sentir la agitación de su hermana.
—Solo ha sido una pesadilla.
—¿Seguro? Porque me ha parecido que estabas disfrutando. Fíjate que no sabía si despertarte pero has empezado a hablar y me has desvelado.
—¡Ay, Dios! Y ¿qué he dicho? —preguntó preocupada por haber soltado algo inapropiado.
—Susurrabas un nombre. Y ya me puedes explicar quién es Alex.
—¿He dicho Alex? —Eleanor quería que en ese mismo momento se moría de vergüenza—. Pero ¿por qué no me has despertado antes?
—Me lo estaba pasando en grande con tu relato tan...erótico —Patricia disfrutaba haciéndola sufrir—. Soltaste algún que otro gemido, pero para mi que no eran de dolor —no pudo contener la risa
—Patri, como le cuentes a alguien algo de esto, te juro por Dios que...
—Tranquila pequeña, tu secretito está a salvo conmigo. Ahora, entre tú y yo, yo me dejaría secuestrar unas cuantas veces por ese tal Alex —confesó a su hermana que ya tenía la cabeza bajo la almohada, muerta de vergüenza.
—¡No seas mala! —salió de su escondite para pegarle con la almohada en la cabeza a su hermana mayor.
—¡Esto es la guerra! —respondió Patricia.
Y así empezó una lucha con las consiguientes bajas de las dos almohadas, terminando las plumas esparcidas por toda la habitación.
Parada ante el espejo, Alex no recordaba la última vez que se había puesto un vestido. Era una suerte que su prima Juliana tuviera la misma talla que ella. Cuando ideó el plan, todo tenía sentido pero ahora que estaba allí, mirándose con esa ropa que tantas veces había quitado a sus conquistas pero que a ella le resultaba tan incómoda, tuvo la sensación de que no había sido tan buena idea hacerse pasar por prostituta. Pero ya no podía dar marcha atrás.
Sabían el burdel al que iría Frederick esa noche y ya habían hablado con la madame, que se mostró más que dispuesta a ayudar a que le dieran un escarmiento a ese indeseable al que, más de una vez, se le iba la mano con sus mujeres.
—¿Te has vestido ya? —su prima pedía permiso para entrar—. ¡El agujero grande es para meter la cabeza!
—¡Ja ja, que graciosa! —Alex la recibió con el ceño fruncido—. Como puedes comprobar, querida prima, una tiene su estilo —girando sobre sí misma.
—¡Vaya, vaya...! Estás... impresionante —dijo sorprendida cuando se acercó para observarla mejor—. En serio, no sabes el potencial que tienes. Estás hecha toda una mujer, pero te falta el toque final
—Ah, pero ¿hay algo más? Me he puesto todo lo que me dejaste encima de la cama.
—Siéntate en el tocador que enseguida termino —le indicó mientras cogía el cepillo para, en apenas unos segundos, recogerle la melena rizada en un moño alto, coronado con una pluma—. Y ahora, un poco de color en los labios y en las mejillas... —Juliana estaba tan concentrada en su trabajo que no se percató que su madre había entrado por la puerta.
—Perdona, hija, no sabía que tenías visita.
—No te preocupes —dijo Alex que se levantó a saludarla—. La prima ya ha terminado conmigo.
—¿Alexandra...? —la expresión de su tía era de auténtica sorpresa—. No puede ser... ¡Pero mírate! Eres igualita que tu madre. Si tu padre pudiera verte... —ahora su mirada reflejaba orgullo—. ¿A qué se debe este cambio tan grande?
—Perdí una apuesta con los chicos —respondió haciéndose la dolida—. Si hubiera ganado, ellos estarían ahora vistiéndose de mujer.
—Vaya, y yo que pensé que por fin mi sobrina iba a sentar la cabeza. Bueno, que se le va a hacer, de ilusiones también se vive —la voz de su tía sonaba triste.
—No necesito un hombre a mi lado para ser feliz. Me gusta la vida que llevo y, quién sabe, en un futuro es posible que siente la cabeza pero con alguien que respete lo que soy.
—¡Sólo espero estar viva para verlo! —dijo su tía con una sonrisa burlona en la cara.
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Parada ante el espejo, Alex no recordaba la última vez que se había puesto un vestido. Era una suerte que su prima Juliana tuviera la misma talla que ella. Cuando ideó el plan, todo tenía sentido pero ahora que estaba allí, mirándose con esa ropa que tantas veces había quitado a sus conquistas pero que a ella le resultaba tan incómoda, tuvo la sensación de que no había sido tan buena idea hacerse pasar por prostituta. Pero ya no podía dar marcha atrás.
Sabían el burdel al que iría Frederick esa noche y ya habían hablado con la madame, que se mostró más que dispuesta a ayudar a que le dieran un escarmiento a ese indeseable al que, más de una vez, se le iba la mano con sus mujeres.
—¿Te has vestido ya? —su prima pedía permiso para entrar—. ¡El agujero grande es para meter la cabeza!
—¡Ja ja, que graciosa! —Alex la recibió con el ceño fruncido—. Como puedes comprobar, querida prima, una tiene su estilo —girando sobre sí misma.
—¡Vaya, vaya...! Estás... impresionante —dijo sorprendida cuando se acercó para observarla mejor—. En serio, no sabes el potencial que tienes. Estás hecha toda una mujer, pero te falta el toque final
—Ah, pero ¿hay algo más? Me he puesto todo lo que me dejaste encima de la cama.
—Siéntate en el tocador que enseguida termino —le indicó mientras cogía el cepillo para, en apenas unos segundos, recogerle la melena rizada en un moño alto, coronado con una pluma—. Y ahora, un poco de color en los labios y en las mejillas... —Juliana estaba tan concentrada en su trabajo que no se percató que su madre había entrado por la puerta.
—Perdona, hija, no sabía que tenías visita.
—No te preocupes —dijo Alex que se levantó a saludarla—. La prima ya ha terminado conmigo.
—¿Alexandra...? —la expresión de su tía era de auténtica sorpresa—. No puede ser... ¡Pero mírate! Eres igualita que tu madre. Si tu padre pudiera verte... —ahora su mirada reflejaba orgullo—. ¿A qué se debe este cambio tan grande?
—Perdí una apuesta con los chicos —respondió haciéndose la dolida—. Si hubiera ganado, ellos estarían ahora vistiéndose de mujer.
—Vaya, y yo que pensé que por fin mi sobrina iba a sentar la cabeza. Bueno, que se le va a hacer, de ilusiones también se vive —la voz de su tía sonaba triste.
—No necesito un hombre a mi lado para ser feliz. Me gusta la vida que llevo y, quién sabe, en un futuro es posible que siente la cabeza pero con alguien que respete lo que soy.
—¡Sólo espero estar viva para verlo! —dijo su tía con una sonrisa burlona en la cara.
CAPÍTULO 8: OPERACIÓN BURDEL (1ª PARTE)
Mientras en la casa de los Richmond...
—¡Buenas noches Sir Frederick! —Eleanor intentó esbozar algo parecido a una sonrisa para no dejar ver su desagrado al ver a su “prometido”.
—¡Buenas noches mi lady! —respondió mientras besaba la mano de la joven—. Si me permite el atrevimiento, está usted radiante esta noche —Frederick le ofreció su brazo para acompañarla hasta el salón—. Ese vestido realza su figura y créame cuando le digo que se me hace muy duro contener mis ganas de besarla —Frederick se acercó peligrosamente a los labios de Eleanor.
—Pues creo que no es el momento ni el lugar —respondió apartando su cabeza para evitar el más mínimo contacto—. Además, sabe perfectamente que todo este asunto del matrimonio es una pantomima para saldar sus cuentas con mi padre, así que no es necesario que finjamos que nos queremos.
—¡Vaya! No se anda con rodeos. Creo que este negocio va a resultar mucho más gratificante de lo que esperaba. Pero se equivoca en algo, señorita Eleanor. Yo no estoy fingiendo. ¿Qué le lleva a pensar que no siento nada por usted?
—Digamos que sus escarceos románticos y sus asiduas visitas a los burdeles de la región, son vox populi en este pequeño pueblo. Así que dudo mucho que tenga en ese corazón un hueco para mí. Pero no se preocupe, jamás le pediré que abandone esa vida. Tenga siempre presente que este es un negocio más y que entre usted y yo, jamás pasará nada. Y, ahora, hagamos que la velada sea lo más tranquila posible.
En el comedor, esperaban de pie Lord Richmond y su esposa, la hermana de Eleanor y el Conde Luis de Monforte. Cuando la pareja hizo su entrada, procedieron a ocupar sus sitios en la mesa. Los hombres se agruparon en un extremo, con Joseph presidiendo la mesa frente a su mujer, que se encontraba en el lado opuesto con sus hijas a ambos lados.
Eleanor intentaba estar atenta a la conversación que mantenía su padre con su futuro marido, que de vez en cuando le sonreía para incluirla, pero le resultaba imposible. Su mente no dejaba de comparar a Sir Freredick con su secuestrador. Tenía que reconocer que su prometido era atractivo, alto, corpulento, con una melena rubia recogida en una elegante coleta, con ojos azules, pero no le gustaba lo que leía en ellos, eran fríos y calculadores.
Cuando Eleanor volvió a la realidad, su hermana y su madre se estaban retirando al salón contiguo, seguidas de los hombres que se situaron junto a la chimenea, disfrutando de una copa de brandy. Clara Richmond se sentó al piano para comenzar a tocar una pieza que tenía dispuesta en el atril. Sus hijas, se colocaron a su lado, y comenzaron el recital que tantas otras veces habían dado a los invitados de la mansión.
A una distancia prudencial, Lord Richmond y sus invitados, mantenían una acalorada conversación.

—Eso es imposible —el Conde se lmpió una gota de sudor que le caía por la frente.
—¿Me está diciendo que pondría la mano en el fuego por la gentuza que tiene contratada en su casa?
—No le estoy diciendo eso. Digo que es imposible que fuera nadie del servicio porque les di unos días libres y cuando se van, me quedo con su copia de las llaves —ahora era el Conde el que se alteró.
—Relajémonos si no queremos llamar la atención de mi familia —intervino Joseph—. ¿Qué hay de la nota?
—Aquí la tengo —sacó un folio de su bolsillo y se la pasó.
Los tres hombres observaron aquel dibujo y las siglas “R.I.P.” bajo la cruz. Fue Frederick el que se aventuró primero.
—Está claro que alguien quiere verte muerto —sonrió con ironía al ver la cara del Conde—. El problema es que no se trata de un simple ladrón.
—¿Por qué lo dices? —interrogó intrigado Luis.
—Porque no falta nada más de tu despacho, ni de tu casa. Piénsalo, si tuvo tiempo de encontrar ese “lugar secreto”, ¿por qué no fue a por lo seguro? ¿Por qué exponerse a que le encontraras? —Joseph y Luis le miraban casi sin parpadear—. Sabía lo que buscaba... y lo encontró. Además, esa nota es toda una declaración de intenciones. Será mejor que empecemos a pensar que ese robo no ha sido casual.
—Está claro que hoy no vamos a solucionar nada. Por lo pronto Frederick, contacta con el siguiente de la lista que te he dado esta noche y adelanta el día de nuestro "encuentro". Si, como dices, ese ladrón sabía lo que buscaba, será mejor que celebremos cuanto antes esa reunión. Y, ahora, disfrutemos de lo que queda de velada —Joseph dio por terminada la conversación al tiempo que apuraba su copa.
—Ha sido maravilloso señoras, unas voces angelicales acompañadas de la mejor pianista —dijo Frederick besando la mano de Eleanor sin soltarla.
—¡Cómo eres Frederick! Desde luego sabes cómo tratar a una mujer—Clara Richmond se levantó del piano, ayudada por su futuro yerno.
—Con mujeres así de bellas, es muy fácil ser galante, de hecho, es todo un placer.
—Al final me vas a ruborizar. ¡Menuda suerte tienes, hija mía! Está claro que este caballero sabrá hacerte muy feliz —Clara miró a su hija y le hizo un guiño.
—La suerte es mía, querida Clara —respondió Frederick que ahora sujetaba la mano de Eleanor—. La verdad que me siento muy afortunado por entrar a formar parte de esta maravillosa familia.
Eleanor, que se sentía completamente ajena a aquella representación, soltó la mano de Frederick y se disculpó.
—Creo que me voy a ir a la cama. La cena no me ha sentado demasiado bien y necesito tumbarme.
—¿Quieres que avise al médico? —preguntó su prometido.
—No hace falta. Sólo necesito descansar. Si me disculpáis... —comentó mientras salía del salón camino a su dormitorio.
—Bueno pues será mejor que nos vayamos —comentó el Conde que ya tenía la chaqueta y su sombrero en la mano—. Ha sido un placer cenar en tan buena compañía. Y espero, señora Richmond, que su hija se recupere pronto —se despidió del resto y abandonó la casa en compañía de Frederick que quedó en volver al día siguiente para ver cómo seguía Eleanor.
Alex ya estaba en el burdel dispuesta a llevar a cabo su plan. Su presencia allí, había provocado una reacción general de descontento porque la madame la presentó como una nueva chica y eso suponía carne fresca que atraería a los curiosos quitándole la clientela a las veteranas. Por eso se situó tras la barra para servir las copas, y así, vigilar la entrada de su objetivo.
—¡Moza! —le gritó un borracho que no dejaba de molestarla— ¡Moza!, sirva a mi camarada y a mí, otra ronda de ron.
Cuando le puso la copa, él aprovechó para agarrarla del brazo y atraerla para darle un beso. Cosa que no ocurrió gracias a que Alex se zafó de él con la agilidad de un felino.
Si que eres rápida. Cómo seas igual de huidiza en la cama, tendré que atarte —aquel hombre sonrío dejando ver su más que escasa dentadura, acompañado por la carcajada de su amigo que estaba en las mismas condiciones.
—Lo siento, pero yo no estoy en el menú —la mirada de Alex era amenazante.
—Perdona, pero todo lo que pueda pagar, lo puedo tener —le volvió a sujetar el brazo pero esta vez le hizo daño y la miraba de forma lasciva—, y tú, como todas estas fulanas, tienes un precio.
Alex estuvo a punto de coger su daga pero la madame intervino en aquel preciso momento.
—¡Vamos Ramón! ¿No ves que la muchacha es nueva? A ella la tengo sólo para servir las copas. Sabes de sobra las reglas y puedes tener a la que quieras del burdel pero a la camarera...
—...A la camarera no se la toca. Lo sé Rosarito —Ramón terminó la frase y soltó el brazo de Alex en el que dejó sus dedos marcados—. Pensé que con la nueva podrías hacer una excepción...
Carlos y Miguel, que seguían atentos cada movimiento de su capitana, se habían levantado de la mesa en la que estaban, esperando el consentimiento de Alex para intervenir, pero ella les indicó, con un gesto de cabeza, que se sentaran de nuevo.
—A esta ronda invita la casa —inquirió la madame haciendo que los hombres se retiraran orgullosos de la barra para sentarse junto a dos chicas.

La madame se acercó al cliente y le saludó con entusiasmo, levantando la voz para que Alex pudiera oirla desde la barra.
—¡Qué gusto verle, Señor Frederick! Me preguntaba cómo era posible que mi cliente favorito, estuviera en Cartagena y no pasara a vernos —Rosarito le acompañó al reservado.
—He tenido asuntos urgentes que atender pero no me iba a marchar sin darme algún capricho. ¿Qué tienes para mí? —el inglés estudiaba a cada chica de arriba a abajo y, por supuesto, no le fue indiferente la camarera — ¿Qué me dices de aquella? —preguntó mirando hacia la barra.
—¿La camarera? Conoces las reglas...
—Vamos Rosarito —Frederick sacó un fajo de billetes—. He venido desde muy lejos y necesito relajarme. ¿No podrás hacer una excepción a tu regla?
El inglés ya había picado el anzuelo.
—Está bien —dijo cogiendo el dinero y guardándoselo en el escote—. Te la mandaré, pero sólo por esta vez.
Rosarito se acercó a la barra y habló con Alex.
—Es todo tuyo pero recuerda lo que te dije. En cuanto veas que se pone agresivo, grita.
—Está todo controlado. Te debo una.
Alex se colocó el corpiño y se dirigió a la mesa de Frederick con un par de copas en la mano y una botella del mejor whisky del burdel.
—Rosarito me ha dicho que es usted un cliente muy especial —se inclinó para llenar los dos vasos dejando ver su escote al que Frederick no le quitaba ojo.
—Dejo muy buenas propinas pero hay que ganárselas —esta vez hizo algo más que mirar y le dio una palmadita en el culo.
Alex respiró profundamente y esbozó una leve sonrisa intentado contener su rabia. Si todo salía bien, la mandrágora que había puesto en el vaso de Frederick, haría su efecto en cuestión de minutos por eso debía ser rápida. Se sentó en las rodillas del inglés y le ofreció la copa, que bebió de un sorbo.
—Estoy dispuesta a ganarme cada moneda —le susurró al oído haciendo que la excitación de su enemigo fuera subiendo en cuestión de segundos.
—Eso ya lo veremos —contestó él, introduciendo su mano por debajo del vestido.
—Será mejor que vayamos a una habitación —Alex se levantó evitando así que aquella mano llegara más lejos.
Carlos, que estaba viendo la escena desde el otro lado del burdel, sintió el impulso de levantarse y partirle la cara al indeseable que le había puesto la mano encima a su capitana. A pesar de que todo aquello no era más que una farsa, él tenía celos de aquel hombre. De aquél y de cada persona que era capaz de sacar ese lado tan sensual de su amiga.
Que estaba enamorado de ella, era ya un secreto a voces en el barco. Le costaba tanto controlar sus ataques de celos, que un día, simplemente, dejó de disimularlos. Pero al menos tenía el consuelo de que, si Alex no estaba con él, era porque jamás estaría con un hombre. Eso fue la explicación que le dio ella cuando, en una noche de borrachera, Carlos le confesó su amor y su capitana le rechazó. Por supuesto, de aquella conversación, Alex no recordaba ni una palabra y Carlos optó por hacer como si no hubiera tenido lugar. Seguiría estando a su lado de forma incondicional y tragándose sus sentimientos confiando en que un día, se fijara en él como algo más que un amigo.

—Adelante —Alex les abrió la puerta para que entraran en el cuarto.
Frederick estaba en la cama sin camisa y con el pantalón a medio quitar. Cuando Carlos vio aquello, miró a la chica que estaba despeinada y se fijó que en su brazo, tenía un pequeño corte y que su labio sangraba.
—¿Que coño ha pasado aquí, Alex? —el tono iba de la preocupación a la rabia.
—Aquí no ha pasado nada —sentenció—. Y ahora, ayúdame a buscar en sus cosas antes de que sus guardias entren a por él.
El chico aceptó a regañadientes y registró su chaqueta sin encontrar nada más que unos cuantos billetes. Fue Miguel quién, de uno de los bolsillos de la camisa, sacó un trozo de papel con una lista con el nombre de Peter Rogers a la cabeza.
—Alex, creo que la he encontrado —se la dio para que la viera.
—Y ¿cómo sabemos que es ésta? —Alex estudiaba los nombres esperando que alguno le llamara la atención.
—Peter Rogers era uno de los compradores que tu padre tenía en Inglaterra —explicó Miguel—. Cuando tu padre era capitán del Alexandra, estuve con él un verano. Mi padre quería enseñarme el oficio y él aceptó. Estuvimos en Inglaterra una semana y contactamos con Peter. Él trabajaba para la Corona y se encargaba de comprar los alimentos de Palacio, incluidas las especias.
—Y ahora me dirás que sabes dónde vive...
—Pues no pero seguro que no nos costará encontrarle.
—Algo es algo. Del resto de la lista, ¿no recuerdas a nadie más?
—No. Lo siento.
—No te preocupes. Al menos has evitado que tengamos que interrogar a este indeseable —Alex cogió un papel y una pluma que había en una de las mesillas y copió los nombres de la lista.
—Si tienes lo que quieres, salgamos de aquí antes de que despierte —dijo Carlos aún cabreado.
—Te aseguro que éste no se despertará hasta mañana... si se despierta.
—¡Alex! ¿no le habrás matado? —Miguel la miró sorprendido.
—Ey, que no soy ninguna asesina. Digamos que se me fue la mano con la mandrágora —contestó con una sonrisa de medio lado.
Dejaron la habitación como estaba y salieron del burdel dándole a Rosarito la propina que Frederick tenía para Alex.
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